En Chulucanas crecí y por ella sigo creciendo. He recorrido sus campos a “pata pelada” y con unas ojotas de caucho que parecían canoas.
Allí entablé una extraña amistad con mi burro, con quien he tenido el placer de vivir historias fantásticas mientras contemplaba el parsimonioso comer de una docena de vacas, renegaba con unas cabras dañinas y unas ovejas cojudas.
En Chulucanas aprendí a labrar la tierra madre, a cabalgar en caballo y manejar mi carreta a toda mecha. Me titulé en la siembra de arroz, la cosecha de mangos, pastor de ganado, limpieza de canales y ladrón de ciruelas de la chacra de don Laureano. Aprendí a cazar las iguanas, apedrear lo pacazos, comer huevos de gallareta, pajarear el arroz, regar el maíz y comerme solititito unas ricas palomas guisadas con bastante arroz con frejoles.
Allí he tumbado panales en el potrero de Núñez y me he caído del burro decenas de veces, que me han dejado cicatrices eternas. Me he divertido bañando en la acequia Lagunas, del Coco, el Cacao, Ñácara, Mateito y hasta en el puquio del Charanal.
Junto a otros traviesos me he lanzado al Río Chuiquito, a la altura de Campanas, abrazado a un tallo de plátano dejándome arrastrar por la corriente hasta el puente del río grande (Ñácara). He jugado con mi coche (vehículo hecho de tres rodajes y una tabla) junto a Paulesco sobre la plataforma del pozo de agua del cerro Ñañañique y he comido sandías que crecían por unos basurales hasta quedar pipita.
En esa tierra joven he jugado partidos a muerte. Hecho trampa jugando bolichas, me he deleitado volando cometas y haciendo zumbar unos trompos. He gritado jugando la lleva, el kiwi, el mata cholo, la dama dama y la sortijita brincadora. Allí inventábamos juegos a nuestro antojo como cuando, con Marcos “el mocho” Herrera y Pedro “cachabién”, nos vestimos de soldados e hicimos una leva asustando al finado Chano, a unos morenos de Yapatera y a un sin fin de amigos del barrio La Invasión y de la calle de los yuqueros.
Después de un partido de fútbol, ganando o perdiendo, he tomado chicha fresca donde la Anita Agurto, donde las piedras, la negra, la sapo grueso, la huevo, las tres puertas, la señora Eufemia, la serrana, la Chilala, la culo blanco y un sin número de chicheríos donde «para bajarla» pedíamos un “parche”. Sabido es que en mi tierra, sino te ponen un apodo, entonces no has saboreado ser cholocano. A mí me sobran los motes como: cholo ponchudo, barril, Harri, pitón.
Por esas calles he caminado a “espinazo pelado”, he corrido bajo la lluvia y me he dirigido, con mi bolsón hecho de una manga de pantalón, a la Unidad en la que recuerdo a mis profes de primaria y al San Ramón donde Amador me estampó una palazo en las nalgas, Altamirano, “el loco”, me noqueaba con los ejercicios de física, Molina se esmeraba que will speak english y mi profesora Rosario, Martha Castro y Nevado se ponían cereales hablándonos del Perú, su pasado, su paisaje y su gente.
En Chulucanas he ido a la Iglesia desde niño, solo y en compañía y aún veo la solemnidad de Puga celebrando la misa y al obispo gritando «que viva Cristo”. He participado en grupos juveniles con los que he hecho obra social que me llevó a conocer Platanal, Panecillo, Chililique, Belén, La Viña, San Pedro, Calores, Pueblo Nuevo, etc, con quienes compartí sabiduría y utopías.
He ido al estadio cientos de veces en mi pituca bicla chacarera, soldada por todas partes, horquilla roja y chasis verde, a ver a mi CAYSA y en compañía de los inmutables cuerpos de nuestros difuntos que yacen en el colindante cementerio, he gozado con los triunfos y he llorado en la derrota.
He contemplado atardeceres desde la loma Leonor y desde la corona del hermoso Ñañañique, centinela temido por esa escalofriante cueva del diablo. Desde su cima he saludado al Vicús y al Pilán, he divisado el cerro Grande, el Molejám de mi natal San Jacinto, así como el inmenso y misterioso desierto que circunda a mi pueblo, recordando los andares del temido Froilán Alama y su banda, así como las acémilas de los arrieros del bajo Piura y el humo de las ladrilleras, a lo lejos, mientras me ilusionaba con conocer la ciudad de Piura e imaginando qué hay más allá del horizonte.
Me he bañado en la piscina de Curoqui y he visto películas en el local comunal de mi barrio, donde una sábana fungía de pantalla gigante y desde luego, en ese añorado cine Popular siempre en cazuela y casi nunca en platea.
En esa tierra he llorado junto al féretro de papá, de mamá y de viejos amigos que, por loco que parezca, los siento tan cerca como cuando reíamos con tantas anécdotas echadas al viento e incrustadas en lo más hondo del ser.
En esa tierra he conocido a Nacho Távara a Eulogio Palacios y Guido Raffo. Acompañé la caravana de triunfo de Eduardo Anto Benites. He protestado contra el gobierno y a favor del ambiente, a favor del proyecto Alto Piura y los derechos humanos con la campaña: desafío de la paz.
Hoy que estás de gala tierra del mango y del limón, de la cerámica y de la algarrobina, tierra de miel y de la espumante chicha mellicera, quiero recordar que allí tengo grandes y buenos amigos, malcriados como yo, con quienes he mentado la madre con cabulla, patrulla y recabulla. Amigos con los que he tomado cañola y he bailado al ritmo de los Darling y los Players, aunque siempre terminaba escuchando “Ña Panguita” y “La Revancha” de Claudio Vallejo. Amigos cómplices de amores, de preces, de juergas y de libros escritos con tinta de la vida con quienes aún nos juntamos para volver a contarnos historias, pero ya no historias pasadas, sino de desafíos que nos invitan a hacer de esta calurosa tierra algo aún más bello, más grande y más fraterna; donde lo rural se abrace armoniosamente con la modernidad, donde los cantos de los choveques, los chilalos y las zoñas se conjuguen místicamente con el hablar de las gentes, el sonido de las aguas, la brillantez del gran Inti y el romántico despertar de la luna. Donde hombres, mujeres, jóvenes y niños, gay y lesbianas, ricos o pobres entonen una estrofa llena de acción y virtud por esta nuestra tierra.
A ti Chulucanas de rostros morenos, de cholos y serranos como yo, te honro agradeciendo todo lo que tú has hecho por mí y me disculpo, quizá, por lo poco que estoy haciendo por ti. Te honro con poto de chicha bien masticada que me hace babear cual un león.